Conocí a Paco P. en el grupo de
autoayuda y control de adicciones al que ambos asistíamos, he de confesar que
debido a lo tétrico de las reuniones y al pésimo café que servían sólo fui a
una sesión. Paco P. es un exitoso ingeniero que maneja un auto negro, en esa
reunión conocí también a un gimnasta con una maestría en física que me pareció
más interesante que Paco, quien dicho sea de paso, me preguntó si mi afiliación
partidista era al PRI. Mal inicio, pensé.
Hace
tres días reencontré a paco, manejaba su familiar negro y estaba sentado junto
a la sustancia que nos convocó en esa reunión, quise abrazarlo en un acto
solidario, porque ambos parecíamos enganchados a lo mismo, aunque en diferentes
niveles y con diferente acceso. Con fines ilustrativos el lector debe imaginar
a la sustancia adictiva como una mujer enfundada en un vestido blanco.
Efectivamente,
paco y yo nos reconocimos, creo que existe una especie de pacto implícito y
silencioso en todos los que alguna vez nos hemos dejado llevar la mujer del
vestido blanco. He de confesar, que sólo una vez me entregué completo al goce
de la sustancia. Fue en una marisquería la única vez que vi a mi cuerpo
abandonar el plano terrenal, todo cambió, mi alma se salió del cuerpo, se
convirtió en un narrador omnisciente y me veía disfrutar, colgar los brazos,
gemir, acariciar, sentir, subir y bajar. Esto, pensé, debe ser experimentar la
muerte o el nacimiento.
Los efectos duraron
meses, babeaba como perro al dormir, soñaba mucho y muy alto, soñaba con
embarazos y muertes, pasaba de lo más bajo a lo más sublime, vivía a punto del
paroxismo, llegué a platicar con Rafael y a darme de golpes con un vagabundo.
Herido de muerte, decidí que requería de esa mujer para vivir, casi dejo todo
por seguirla, pensé en irme a cuba donde nadie la había probado y embriagarme
todos los días frente al mar de la habana. Comprar una casa en guantanamo. Comer
mamoncillos y fumar cigarros Criollos. Pasear en Santiago y decirle a mi droga,
mira esto es igual a Jerez, la tierra de mi madre.
Luego del
evento de la marisquería probé la droga con más recato, supe que de no tener
cuidado terminaría vendiendo mí casa para seguirla a donde la consiguiera. La
probé en mi casa, en la casa del dealer, en la playa. No la metí a mi cuerpo como
en la marisquería, no igual, me la untaba, y la inhalaba, la fumaba, la besaba,
la escuchaba cantar, la veía bañarse. Había generado un vínculo emocional, y en
algún momento pensé que ella, recordemos que es una mujer de vestido blanco,
sentía algo tan fuerte por mi como yo lo sentía por ella. Es más aseguro que
así fue, nos necesitábamos, creo que nunca antes vio a alguien desprenderse de
su corporeidad sólo por estar junto a ella, le fascinaba la idea de tener a un
tipejo de mi calaña buscándola a cada minuto, y a mí, ay de mí, me encantaba
consumirla en discretas dosis, en el oxxo antes de comprar las tortillas, en el
camino a la escuela con un pequeño roce que duraba horas, en el teléfono la
guardaba receloso, había quitado la tapa y la guardaba en una pequeña bolsa
para que nadie la viera. Pero no, no era discreto, el mundo entero sabía de mi
adicción, se veía en mis ojos negros, mis manos cansadas y mi felicidad
extrema.
Paco P. me
aseguró que había dejado de consumirla hacía años. El día del carro pasó algo
que me significó más que nada en el mundo, me platicó que cuando cumpliera 35
años se casaría con la sustancia, lo dijo en serio. Su vida estaba articulada
en función a tener contacto con esa hermosa mujer. Él, como sujeto, se había
barrado, no existía más que para esperar el momento adecuado en que pudiera
drogarse con la cosa más increíble que los dos hemos visto. Quise llorar, me
sentí traicionado, se me hizo un nudo en la garganta, quise hacer alguna broma
pero me quedé en blanco, lo mismo había pensado yo: diseñaré el momento
perfecto para llevarla a mi casa, comprar un perro y consumirla y ser consumido
todos los días de mi existencia hasta morir en mi propia baba. En realidad, esa
idea no se ha ido de mi mente, me veo tirado en la cama leyendo una selección
de cuentos de Amparo Dávila y ella a mi lado, rozándome, haciéndome valer.
El mismo día
del encuentro con Paco quise correr donde el dealer y pedirle una dosis fuerte,
no sé si la droga, que por cierto tiene voluntad propia, se hubiera ido
conmigo. Estoy casi convencido de que por antigüedad se hubiera ido con paco,
el caso es que no hice nada. Mejor así, me repito cada mañana, y a los diez
minutos me descubro fumando y tomando café, cambiando las sensaciones de lo
etéreo por las de los pies en el piso, clavados con estacas, recordándome que
existe un sujeto que ya tiene pensados sus próximos 8 años y que ella, celosa y
maravillosa como es, seguro nos deja a los dos esperando su retorno en un café
junto a la playa.
Le diré adiós,
sí, decidido. Me alejo para siempre, lo pienso por tercera vez.